A un hijo que pierde a sus padres se le llama huérfano. A una madre que pierde a su hijo se le llama dolorosa. ¿Y a quien pierde a su hermano? "¿Cuál es mi nombre?", es lo que se pregunta Álex todos los días.
Álex ama a su hermano con todas sus fuerzas, y hallarlo significa encontrarse a sí mismo. Por él haría lo que fuera.
Dante fue secuestrado hace muchos años y su ausencia ha dejado un gran vacío en la vida de sus padres y su hermano Álex. Cuando la policía desestima el caso por falta de evidencias, Álex se siente más desamparado que nunca y clama por justicia, pues está convencido de que Dante sigue vivo; entonces decide que ya es hora de encontrarlo por su cuenta. Lo acompaña Ana, su mejor amiga; también un agente que sabe más de lo que aparenta, y además su propia habilidad para manejar la deep web a su antojo.
Pero destapará una espeluznante cloaca con la que habría preferido no toparse nunca.
Cierta noche, Álex colapsa el sitio web del Sistema de Seguridad Nacional para denunciar a los cuatro vientos que las autoridades no han logrado hallar a los secuestradores de su hermano mayor, Dante, quien desapareció años atrás. A cambio de no ser procesado por el ataque cibernético, la policía le pide que colabore con ellos para localizar a los dueños de una página web que vende objetos personales de asesinos seriales. El sitio ahora intenta vender un anillo de oro perteneciente a un importante político recién asesinado.
Álex acepta colaborar como pirata informático, pues intuye que ese incidente está relacionado con los criminales que secuestraron a Dante. Así entra en contacto con una comunidad marginal y clandestina amante de lo macabro y descubre secretos inenarrables que tienen que ver con grandes ambiciones políticas. Está dispuesto a todo con tal de hallar a su hermano, pero a qué costo.
"Si empiezas a tener pesadillas estando despierto, eso significa que el siguiente eres tú".

Estos tiempos tan locos nos han hecho olvidar que la prueba más grande a la que nos enfrentamos en la vida es conocernos a nosotros mismos. Le hemos dado la vuelta a esta prueba porque sabemos o intuimos que es difícil. Pero superarla es parte del compromiso que adquirimos al estar vivos. Cuando Álex apareció en mi mente descubrí que había dos caminos para lograrlo: un camino hacia adentro y otro hacia afuera. En ambos hay fantasmas, demonios y peligros al acecho. Pero la valentía de Álex me demostró que cuando decides buscarte, alguien sale a tu encuentro para protegerte. Te invito a que leas El chico sin nombre y lo descubras.
ricardo zárate
EL CHICO SIN NOMBRE
Ricardo Zárate
Fragmento
CAPÍTULO UNO
MARTES 2 DE FEBRERO
Álex jugaba The Evil Within en su laptop. Estaba en la escuela, en plena clase de las ocho de la mañana, cuando decidió matar zombis. En el videojuego que lo tenía concentrado, un detective que investiga un asesinato masivo en un hospital psiquiátrico se enfrenta a siniestras criaturas zombificadas. Álex sentía que su vida no era muy diferente a la del videojuego: su mundo era un manicomio habitado por muertos vivientes. En efecto, Álex creía en la existencia de los zombis, pero no de aquellos creados a partir de un cataclismo nuclear como los que tanto salían en las películas y series de televisión, de piel putrefacta y paso vacilante que escupían coágulos de sangre espesos por la boca. No. Álex creía en los zombis que aparentaban ser gente común y corriente pero que en realidad eran muertos revividos cuya voluntad era controlada por alguien capaz de despertar fuerzas malignas, como había leído que ocurría en algunos países deprimidos del Caribe y África. Esos zombis eran los peligrosos y estaban en todos lados: en el gobierno, en la policía, en las calles, iglesias, escuelas, eran videobloggers o aparecían en la televisión. Esos zombis eran los que, según su juicio, habían secuestrado a su hermano mayor, Dante, hacía diez años.
Minutos antes de que empezara la clase, Álex había estado revisando una vez más los archivos clasificados del Sistema de Seguridad Nacional, el SSN. Con su computadora se había metido ilegalmente al servidor para leer las actualizaciones más recientes. De ese modo se había dado cuenta de que las autoridades consideraban cerrar el caso de su hermano.
¡Malditos!
Su primer impulso fue cerrar la computadora y arrojarla por la ventana del salón. Estaba harto de todo, harto y frustrado por la incompetencia de la policía y de los servicios de inteligencia que, supuestamente, estaban trabajando para localizar a su hermano. Al final reprimió el arranque y optó por atacar a zombis hambrientos para calmarse. Deseaba encontrarse en el videojuego con un rostro conocido, como el del presidente de México, por ejemplo, toda vez que el mandatario le había prometido, mirándole a los ojos, que darían con Dante tarde o temprano.
—¡Pimentel, Miguel Ángel! —dijo el profesor Garnica sentado al escritorio y con la vista fija en su computadora plegable.
Ese grito sacó a Álex de sus cavilaciones. El joven al que habían nombrado caminó hacia el profesor llevando consigo su laptop, y ambos revisaron la tarea pendiente de ese día: un trabajito de investigación sobre la carrera profesional que les gustaría estudiar cuando acabaran la prepa. Cuando su compañero estuvo sentado frente al profesor Garnica, Álex se concentró de nueva cuenta en el videojuego.
Álex estudiaba en el Instituto Cowell, una de las preparatorias más prestigiadas de la Ciudad de México. La escuela, edificada con un estilo arquitectónico de inspiración gótica, albergaba estudiantes de familias privilegiadas. La materia en cuestión se llamaba Orientación Profesional. El profesor Garnica, un hombre a punto de jubilarse, encorvado, de nariz ganchuda y con las carnes pegadas a los huesos, sin duda había muerto hace trescientos años y había sido revivido por el patronato del colegio para torturar a los estudiantes con una clase fastidiosa. Y no es que la escuela y los profesores estuvieran obligados a entretener a los estudiantes, pero la administración del Instituto Cowell debería ofrecer cursos más llamativos y amenos. Según Álex, la escuela no podía ignorar la principal característica que definía a los jóvenes de hoy: la dispersión mental, la carencia de foco atencional. Por eso tenía que desaconsejarse tomar una clase con el profesor Garnica ya que su cátedra era como ver una partida de ajedrez en cámara lenta.
Por eso nadie se tomaba en serio la asignatura. Tanto así que más de uno de los compañeros de Álex había escrito en su tarea de Orientación Profesional convertirse en Camilo Fabra, el empresario más joven y millonario del país, a quien las revistas del corazón llamaban “el Christian Grey mexicano”: rodeado siempre de hermosas mujeres y conduciendo coches deportivos del año.
Álex, en cambio, investigó cómo convertirse en procurador general de Justicia. Su intención era saber cómo encontrar a su hermano y a todo aquel que hubiera sido secuestrado en México. Pero al enterarse de que las autoridades contemplaban darle carpetazo a la desaparición de Dante, se arrepintió de su elección y de haber enviado la tarea a tiempo.
Álex seguía jugando, concentrado en los gráficos grotescos y en la sensación de horror del videojuego. Faltaba poco para escuchar su nombre: Sanders, Alejandro. Su nombre le sonaría hueco una vez más. Cuando lo llamaran, Álex no se sentiría aludido, sentiría que le hablaban a alguien más y no a él. Tenía diecisiete años y no se sentía nada bien, no sabía quién era en realidad ni cuál era su verdadero nombre. Y lo peor de todo, creía que nadie podía ayudarle. O casi nadie. Su psicólogo freudiano era un inútil, y el padre Murray, el consejero espiritual de la familia, hacía como que le predicaba y Álex fingía que se iluminaba. En realidad, sólo había una persona que sabía la raíz de ese malestar que le generaba a Álex problemas de identidad. Ese alguien era Ana, su única amiga, que no había llegado a la clase todavía.
De pronto recibió un mensaje de ella por Whatsapp:
No alcancé a mandar la tarea. SAVE ME, plis, mother fucker!!!
¿Ya vienes?, le respondió digitando con rapidez en su celular. Nada. No hubo respuesta. Sólo las dos palomitas azules.
—¡Rivero, Ana! —llamó el profesor Garnica luego de toser espantosamente.
Ana no aparecía. Álex dejó el videojuego a un lado y barajó una excusa mental para comprar tiempo y salvarle el pellejo a su amiga. ¿Qué podría decirle al profesor? Haber ido al baño se perfilaba como la opción más creíble. El profesor Garnica era viejo mas no tonto. Álex desechó esa idea y decidió jugarse la carta del cólico intempestivo. Si algo había aprendido de sus visitas con el psicólogo es que Ana era anal expulsiva. Quizá por esa razón su amiga había hecho del conocimiento de todos los profesores que su menstruación era muy violenta y que los cólicos la atormentaban a tal grado que muchas veces era necesario hospitalizarla. Todo era una mentira pero le había funcionado en más de una ocasión como la salida ideal para faltar a clases los primeros días de cada mes. Así que no sería la primera vez que se ausentara por ese motivo. Pero si Ana no se presentaba, tendría serios problemas. Estaba al límite de faltas y Álex no podría ayudarla, y es que el profesor Garnica tenía una postura ambivalente respecto a la tecnología. Por un lado pedía que la tarea se la enviaran por internet para luego revisarla tête à tête con sus alumnos. Y por otro lado, desconfiaba de las plataformas electrónicas para controlar la asistencia de sus alumnos, por lo que el registro de faltas lo hacía manualmente en una libretita anodina, haciendo imposible el hackeo.
—¿Ana? ¿No está? —preguntó el profesor Garnica mientras se preparaba para otro brote de tos.
Álex estaba a punto de dirigirse al profesor para decirle que su amiga estaba en esos días complicados, cuando Ana cruzó el umbral y entró en el aula, con su iPhone en una mano y un Red Bull en la otra.
—¡Perdón, prof!
Ana tenía dieciocho años recién cumplidos. De su esbelta figura resaltaban sus senos que ya comenzaban a abultarse debajo de la playera High Voltage que Álex le había regalado tiempo atrás. Ana era la versión rubia y sin tatuajes de la artista Kat von D, famosa por entintarse la piel y por su línea de cosméticos. Teñirse el cabello de negro como la ilustradora de piel y hacerse varios tatuajes figuraban entre los propósitos más inmediatos de Ana, que, agitada, se sentó frente al profesor Garnica.
El viejo profesor notó que la chica no había dormido en noches, pero no hizo ningún comentario.
—Se me olvidó la compu, prof, sorry —dijo intentando recuperar el aliento al tiempo que daba un trago de Red Bull.
En honor a la verdad, Álex estaba enamorado de Ana. Se había prendado de ella desde el primer año de preparatoria. Y si ella era anal expulsiva, él era anal retentivo con una tendencia a la minuciosidad, a la estadística, a hacer listas de todo tipo y de asegurarse de contemplar todas las variables posibles antes de dar un primer paso en cualquier dirección. Así que para saber si los dos eran el uno para el otro, Álex realizó un sinfín de pruebas, científicas y pseudocientíficas, para estar seguro de que podían convertirse en novios algún día: consultas astrológicas, cuadros comparativos de su biorritmo, su perfil psicológico y un largo etcétera. Tal era el interés de Álex que logró convencer a Ana de realizarse escáneres cerebrales. Con ellos pretendía estudiar los cortes de su cerebro y comparar sus placas como haría un experto neuroanatomista. Para su infortunio, el resultado de cada una de las pruebas era el mismo: la catástrofe. Y es que los dos poseían personalidades muy diferentes. Álex jamás lograría desentrañar los arcanos mecanismos del atlas cerebral de Ana, pero reconocía que había en ella algo para él. Podía intuirlo, podía sentirlo. Estaba enamorado.
El profesor ignoró lo que Ana le dijo y dirigió su atención a la bandeja de entrada de su correo electrónico donde estaban almacenadas las tareas.
—No encuentro tu trabajo.
—¿Ah, no?
—¿Segura que lo enviaste antes de las cero horas de hoy?
—Segurísima. Por ahí debe estar.
Agobiada, Ana miró a Álex que estaba hackeando el correo de Garnica desde su laptop.
El profesor concentró su atención en la pantalla de la computadora, movió la cabeza.
—No, no está.
La frecuencia cardiaca de Ana aumentó. De inmediato, su mente disparó múltiples escenarios, argumentos y evasivas para salir librada de la situación. Sería el colmo que no se graduara de la preparatoria por reprobar un curso tan insignificante como ése.
Garnica frunció el entrecejo.
—Espera, aquí está.
—¿En serio?
—Qué raro que no lo haya visto… Enviado a las once cincuenta y nueve de la noche —leyó el profesor.
Ana soltó el cuerpo, aliviada.
—¿Médico veterinario? —preguntó el profesor Garnica, incrédulo.
—¡Por supuesto! ¿Sabía usted que los perros y los gatos eran políticos en su otra vida? Por eso son cercanos a nosotros, para humanizarse de nuevo, por eso hay que ayudarlos. Yo tengo un bulldog francés, un bully. Se llama Donald Drumpf.
El profesor Garnica no dijo nada y comenzó a revisar el texto.
Ana recibió un mensaje de Álex:
¡Por los pelos!
La chica escribió con rapidez:
Cuáles pelos, eh??? Depilación láser allá abajito, mi amigo. Thnks.
Ana giró la cabeza con una sonrisa especial reservada para Álex, agradecida por haberle salvado la vida.
Pero él ya no estaba ahí.
Se vieron más tarde en el estacionamiento. Álex se colocó la gorra de béisbol hacia atrás, y aunque hacía calor, el chico no se desprendía de la sudadera con capucha que tanto le gustaba. Álex era de tez blanca, rasgos femeninos y de cabello trigueño, que tenía crecido. Ana era la única persona con la que hablaba en la escuela. Ella le decía que era un cliché con patas por ser un hacker y vestir sudaderas con capucha. A Álex no le importaba que su única amiga lo molestara. Al contrario, le excitaba de una manera bastante extraña.
—¿Por qué te saliste de la clase, eh? —preguntó Ana.
—Me sentí mal. No sé.
—Ya veo… Oye, tocamos el próximo fin en El Rockosplace. Tienes que ir. Nada de que tus papis no te dejan —dijo Ana.
—No sé. Voy a pensarlo. Eres demasiado intensa para mis frágiles nervios.
—Bah.
Llegaron al coche de Ana, una Jeep Wrangler con una calcomanía de Jurassic Park en la puerta. El interior del coche era un caos. Algunos libros, folios hechos bola, envolturas de barras de avena, ropa. Ana movió la guitarra eléctrica que estaba en el asiento del copiloto, acomodándola junto a un amplificador. Álex pudo ver la tanga de su amiga mientras ella se inclinaba para acomodar el desastre. Ana era la cantante y guitarrista principal de la banda de rock alternativo post grunge, Deathwish. Álex le apodaba “Ana Muerta por Dentro”. Ella era la líder del grupo, y consolidarse como estrella era su gran sueño. Ana estaba entregada en cuerpo y alma al proyecto y llevaba cuatro noches ensayando para su ansiado concierto en El Rockosplace.
—¿No quieres un aventón? —le propuso al terminar de reordenar su desorden.
—Poncho está aquí, esperándome.
Poncho, su chofer y guardaespaldas, estaba a unos metros de distancia, de pie junto a un Mercedes Benz blanco. Vestía un chaleco táctico de guardaespaldas color marrón.
—Ya sé. ¡Parece tu sombra! No nos deja solos y yo con tantas cosas que quiero hacerte.
Álex no reaccionó a la insinuación de Ana. Ella lo percibió. Lo tomó por los hombros para sacudirlo.
—Ya, güey. ¿Qué traes, eh? Mírame. ¿Te tomaste tu Prozac para la depre?
—No.
—¿Ya no vas con el loquero, o qué onda?
—Ahora voy con el padre Murray. O mejor dicho, él viene a mí una vez por mes.
Ana hizo una ele con los dedos llevándoselos a la frente.
—Quizá te vendría bien un exorcismo, eh. Ahora que viene el papa la próxima semana están de promoción los padrecitos —dijo Álex.
—Whatever… A ti lo que te hace falta es cambiar de laboratorio. Desde chiquita yo fui una niña hiperactiva muy bien medicada, así que sé de lo que hablo —dijo ella—. Anda, dime, ¿qué pasa contigo? ¿Qué traes?
—Pasado mañana es el cumpleaños de Dante —dijo Álex.
Y se hizo un largo silencio.
—¿Cuántos cumpliría? —preguntó Ana—. ¿Veinte, verdad?
Álex asintió. Ana le dio un tiempo para que el chico procesara lo que tenía que decirle.
—Me enteré de que quieren archivar y cerrar el caso. Ya no lo quieren buscar por —Álex entrecomilló con los dedos— insuficiencia de elementos investigativos.
—Cabrones...
—No voy a dejarlos —dijo Álex—. Pienso hacer algo. Algo importante.
—Importante como qué.
—Voy a joderme sus servidores. No se la van a acabar, vas a ver.
—¿Y eso, para qué?
—Para que toda la gente vea que quieren dejar de buscarlo, para que la gente los presione y los obliguen a encontrarlo. Él está vivo. Dante está vivo, lo sé —se interrumpió, tomó un respiro.
Ana, sin que mediara palabra, lo abrazó. Álex sintió los senos de su amiga en su pecho, distinguió el aroma frutal de su cuello, escuchó su respiración. Lentamente, en un gesto muy difícil para él, la rodeó con los brazos. Ana era la única persona en ese mundo enloquecido lleno de zombis que no lo forzaba llamándolo por ningún nombre. Respetar su anonimato era la mayor muestra de cariño que ella podía ofrecerle. Y Álex se sentía muy agradecido con ella, aunque a veces no hallara cómo expresarlo.
—Estoy contigo —dijo ella.
—Ya sé que estás aquí. No eres producto de mi imaginación.
—Tú sabes a qué me refiero, idiota.
Ana le besó la mejilla, se trepó a la Jeep y encendió el motor sin decirle nada más. Antes de que se fuera, Álex intervino:
—Oye. Ya no tomes esa mierda.
—¿Cuál?
—El Red Bull. Te hace mucho daño.
—¡No más Red Bull para mis riñones! Nos marcamos, ¿va? Ana cogió sus lentes de sol.
—Gracias por lo de hace rato. Si no hubiera entregado la tarea estaría en serios problemas —dijo ella mientras se colocaba los lentes—. Luego me dices cómo pagarte, eh. Puedo hacerte un trabajito, si quieres…
Ana puso una canción de Imagine Dragons a todo volumen.
—¡Sonríe, tonto! ¡Pareces una pinche selfie del siglo XIX!
Y partió dejando a Álex solo en el estacionamiento.
El chico sonrió. Bueno, lo intentó, al menos.
Esa noche, Camilo Fabra, el empresario más rico, joven y apuesto de México, objeto de las tareas de muchos chicos preparatorianos del Instituto Cowell, sabría que hay algo más atroz que la muerte. En los días anteriores había tenido pesadillas recurrentes, sueños que decidió no compartirle a su esposa. Inquietantes al principio, esas imágenes escalaban en terror a tal grado que lo despertaban con las venas de las sienes palpitando a punto de estallar. Se tomaba un vasito de bourbon para apaciguarse, pero el daño estaba hecho. Uno de esos ensueños le produjo temblores incontrolables en la mano derecha, como si tuviera el mal de Parkinson. Esos temblores se los ocultaba a todo mundo. La idea de que pudiera estar enfermo le producía insomnio. Y cuando lograba dormir, era para tener pesadillas. En ellas, su cuerpo envejecía por una enfermedad incurable. Y lo más dramático era que sus brazos y piernas se hacían rígidos, se torcían como las ramas de un árbol podrido. En esos sueños desagradables, Camilo se veía postrado en la cama hasta que su familia, cansada de cuidarlo, le prendía fuego a su cuerpo maltrecho.
Estuvo atendiendo asuntos hasta muy tarde. Se avecinaba un proyecto inmobiliario en una de las zonas más exclusivas de la Ciudad de México, por lo que trabajó hasta altas horas.
Camilo Fabra había heredado de su padre la constructora FIGGA, la más exitosa del ramo en el centro y occidente del país. Camilo, de tan sólo treinta y cinco años, era seguro de sí mismo, contaba con dos maestrías en el extranjero, era inteligente, atlético y dominador, codiciado por bellas modelos y actrices con las que se le vinculaba todo el tiempo, incluso después de haberse casado con una popular periodista deportiva, la modelo Inés Rubio.
Salió de la oficina ubicada en el complejo de negocios de Santa Fe cerca de las nueve de la noche. El chofer le abrió la puerta de su camioneta Lincoln Navigator, y lo condujo hasta Ejército Nacional, en Polanco, donde tendría una cena en un exclusivo restaurante con funcionarios del gobierno capitalino. Le pidió a Dios que su cuerpo no lo traicionara.
Camilo ordenó traer su propia cava. Una atractiva hostess comenzó a servir tequila, vodka y licor. El camarero trajo órdenes de tacos de arrachera y los funcionarios comieron a dos carrillos. Había que destrabar unos permisos de construcción deslizando debajo de la mesa importantes sumas de dinero para agilizar los trámites.
Poco después de haber comenzado la cena, la mano de Camilo Fabra comenzó a temblar. Dios mío, ¿por qué? Hizo un esfuerzo por detener las sacudidas pero su cuerpo no le respondía. Ocultó la mano bajo la mesa, temeroso de que pudieran verlo. Estar enfermo no era bueno para los negocios y sus miedos hicieron que comenzara a transpirar. Se disculpó para ir al baño.
Más tarde, en el baño, los espasmos se intensificaron y un sonido punzante en las sienes le hizo perder el equilibrio por segundos.
—¿Está bien, señor? —preguntó el mozo.
Camilo se apoyó en la puerta de uno de los apartados.
—¿Señor?
El empresario respiró hondo. Los temblores cesaron.
—Ni una más —dijo tras forzar una sonrisa. Se echó agua en la cara y se miró al espejo: tenía los ojos hundidos y la piel se le estaba poniendo pálida. Antes de salir dejó un billete de quinientos pesos como propina.
Camilo regresó a la mesa. Presentó sus excusas ante la extrañeza de los funcionarios y salió del lugar después de pagar la cuenta en la recepción.
Sólo habló con el chofer cuando le pidió escuchar un poco de música para tranquilizarse. El resto del trayecto a casa, que se hallaba en el Pedregal, lo pasó en silencio. Camilo abría y cerraba la mano. Miraba por la ventanilla, que toqueteaba una y otra vez con su anillo de oro, preocupado, ensimismado.
El chofer pulsó el botón del control remoto y la compuerta de la entrada de la enorme casa se abrió. El empresario se apeó de la camioneta y, tras dar una instrucción al chofer, se dispuso a entrar.
Antes de que tocara la perilla sintió otra punzada que lo hizo cerrar los ojos y tambalearse. El dolor fue más intenso. Al incorporarse, Camilo notó algo raro. La casa estaba completamente a oscuras. No había una sola luz. Camilo estaba seguro de que las dos farolas de la puerta de entrada estaban encendidas. Tampoco se advertía un foco o lámpara iluminando el interior del edificio. El empresario percibió que la camioneta estaba vacía, el chofer había desaparecido. En la atmósfera flotaba un aire de irrealidad. El viento comenzó a soplar con mayor fuerza como si trajera consigo una profecía catastrófica. Camilo, consternado, abrió la puerta y entró.
El vestíbulo era amplio. Caminó por el pasillo hasta llegar al salón. Todo estaba en su lugar: las sillas y mesas antiguas, el reposapiés tapizado, las persianas enrollables de tela, los espejos, las flores y las plantas, la triste pintura bucólica que adornaba la pieza. Ninguna alteración, salvo la oscuridad amenazante. Los focos empotrados en el techo no funcionaban. Camilo insistió y éstos no encendieron. Olía a humedad e inmundicia, como si en lugar de estar en la sala de su casa se encontrara en el fondo de una sepultura.
Pensó en Inés. Intuyó que su mujer podía estar en peligro. Iba a gritar su nombre cuando escuchó los fuertes gemidos de un hombre que provenían de la planta alta. Esos quejidos manifestaban desesperación, angustia.
Camilo subió las escaleras corriendo. Una vidriera de colores iluminaba los peldaños. El joven llegó al segundo nivel guiado por los lamentos que provenían de su habitación.
—¡Inés!
Camilo llegó a su cuarto dando largas zancadas y abrió la puerta. Lo que había dentro le heló la sangre.
Acostado en la amplia cama, gimiendo como un animal atrapado dentro de su propio cuerpo, estaba él, Camilo Fabra.
El joven empresario no podía creerlo.
A quien tenía enfrente era a sí mismo, era su versión enferma y destruida que veía cada noche cuando las pesadillas lo torturaban. El tufo a desperdicio humano era poco menos que insoportable.
El hombre que estaba en la cama dejó de gemir y ahora lo veía sin parpadear, como si lo hubiera estado esperando, como si lo hubiera llamado a gritos desde el oscuro corazón de la noche.
El empresario no pudo encender ninguna luz. No había rastros de su esposa en la recámara.
—¡Inés, Inés! —llamó pero no hubo respuesta—. ¿Dónde está? ¡Qué le has hecho! ¡Habla, hijo de puta!
Su otro yo estaba inmóvil, con la vista clavada en él. Mudo, el hombre hacía una mueca, una sonrisa maliciosa.
Esto es una locura, se dijo.
El viento agitaba las ramas de los árboles que se advertían a través de la ventana. Camilo estaba hiperventilando, su pecho se expandía y contraía. Después, con cautela, se acercó a la cama. El empresario tragó saliva y, sin más, lo despojó de la frazada.
Estuvo largos segundos mirando a aquel hombre. Lo que Camilo veía era su propio cuerpo desnudo y atrofiado, como si una lesión en las vértebras lo hubiera dejado inválido para siempre.
No puede ser, debo estar soñando. Esto debe ser una de esas malditas pesadillas, pensó Camilo.
Echó un vistazo a su reloj de pulsera.
De repente, un brazo emergió de la oscuridad y atenazó con brutal fuerza el cuello de Camilo Fabra, tirando de él hacia arriba, suspendiéndolo en el aire.
El joven empresario, el Christian Grey de México, forcejeó, en vano, intentando liberarse. No estaba soñando.
CAPÍTULO DOS
MIÉRCOLES 3 DE FEBRERO
Al otro día, Dulce María Basauri ensayó diferentes tipos de sonrisas de camino a su despacho. Ya recibiría indicaciones del fotógrafo en su momento, pero ella quería llegar preparada a la sesión. El fotógrafo y sus asistentes arribaron puntuales a la cita, pactada a las diez de la mañana. La joven editora en jefe de la revista también estaba presente y se deshacía en agradecimientos.
—Es un privilegio que aceptara, señora Basauri, de verdad, muchas gracias.
—El privilegio es mío. Y llámame Dulce María.
Y no mentía. Dulce María Basauri había aceptado con ilusión ser la portada de la revista Forbes del próximo mes. La publicación la eligió como “la mujer más poderosa” de México. Basauri era una de las accionistas mayoritarias de una compañía cervecera, era dueña de bienes raíces en Estados Unidos, miembro del consejo consultivo del banco más importante del país y parte de la mesa directiva de la televisora con mayor cobertura, de la que también era inversionista. Su pragmatismo y creatividad la convertían en una hábil y temida negociadora.
Dulce María no gustaba de los reflectores. Era más bien esquiva y solitaria. Sin embargo, su inclinación por el bajo perfil se interrumpió cuando secuestraron a su hijo hace diez años. Su marido, Néstor Sanders, uno de los políticos más influyentes, ahora presidente del Senado y uno de los principales artífices para convencer al papa Francisco de visitar México la siguiente semana, la impulsó a salir a la luz para hacer frente a esa coyuntura. Dulce María aceptó y, con el paso de los años, su exposición mediática creció. Su tragedia familiar y la valentía con la que la enfrentó potenciaron su imagen. La empresaria daba conferencias en universidades y apoyaba, al menos moralmente, a ONG nacionales y extranjeras dedicadas a la búsqueda de personas desaparecidas.
Las luces estaban listas. La maquillista dio los últimos retoques. El fotógrafo le indicaba las posturas, el mejor ángulo. A espaldas de la empresaria se vislumbraba el Bosque de Chapultepec.
Al poco de haber iniciado la sesión, la asistente se acercó a Dulce María ofreciéndole el teléfono celular.
—Es el senador. Dice que es urgente.
La empresaria cogió el aparato y pidió al fotógrafo un segundo para atender la llamada. Dulce María caminó a un rincón de su despacho.
—¿Qué pasó?
—¿Ya te enteraste?
—No, ¿de qué hablas?
—Camilo está muerto —dijo Néstor.
—¿Fabra?
—Lo encontraron en su casa. Hace unas horas.
—Pero, ¿qué ocurrió?
—Lo mataron. Lo mataron en su casa.
—Dios mío.
La empresaria se tapó la boca, consternada. Así estuvo durante largos segundos.
—¿Estás bien?
—Sí, sí. ¿Sabes algo más? —preguntó Dulce María.
—No, todavía —contestó Néstor—. Seguridad Nacional atraerá el caso. Yo me encargaré de eso.
—¿Te veo en casa más tarde?
—Tengo un día muy complicado. No me esperes despierta.
—Okay.
—Dulce… Cuídate.
Y colgaron.
“Cuídate”, había dicho él. No era una expresión de despedida. No esta vez. Es más bien una advertencia, pensó ella. Camilo Fabra y su constructora eran socios de su inmobiliaria con la que planeaba construir un complejo en Polanco. Ahora Camilo Fabra estaba muerto. Y no era el único: Pedro Robles, un respetado político amigo de la familia, a quien en octubre del año pasado le habían otorgado la prestigiosa Medalla al Mérito Ciudadano, y Carlos Toscano, diputado federal e inversionista de la compañía de Basauri, también estaban muertos. Los tres pertenecían al círculo más cercano de ella y su esposo y los tres habían sido asesinados en los últimos dos meses sin que se hallara a los responsables.
¿Debería reforzar mi seguridad privada?, ¿contratar más escoltas?, consideró Dulce María. Pero pronto resolvió esperar a hablar largo y tendido con su marido.
No tardarían en llamar de FIGGA para confirmarle la muerte de Camilo Fabra; los reporteros la buscarían y su teléfono no pararía de sonar en todo el día. Tan pronto despachara a los de la revista se contactaría con su responsable de relaciones públicas y sus abogados para hacer los movimientos convenientes.
Mientras tanto, había que sonreír.
La empresaria aspiró y soltó aire para tranquilizarse.
Dulce María volvió a su despacho y le entregó el celular a la asistente.
—Listo —le dijo al fotógrafo—. Tenía que atender esa llamada.
El fotógrafo le pidió que se sentara en el escritorio. La noticia que le había dado su esposo la perturbó, la hizo sentir como un pescador que descubre varado en la playa el cadáver de un animal que creía extinto. Dulce María se sentía hundiéndose en la arena, mirando el mar, temerosa de lo que la próxima oleada pudiera traer.
La empresaria ordenó a su asistente que retirara del escritorio el portarretratos con la imagen de sus hijos, Dante y Álex.
Le sacaron más fotografías.
La próximamente llamada mujer más poderosa de México se sentía frágil, vulnerable.
Y amenazada, otra vez.
El homicidio del joven empresario Camilo Fabra convulsionó al país. Pocos detalles del asesinato del heredero de la poderosa constructora FIGGA fueron revelados. Altos niveles del gobierno lo habían decidido así para no inquietar a la población frente a la inminente visita del papa Francisco a México. Y es que Camilo Fabra había sido asesinado de forma cruel y despiadada.
José León, el agente del Sistema de Seguridad Nacional asignado al caso, llegó al domicilio en el Pedregal a las nueve de la mañana. En el sitio ya se encontraban los ministeriales, la policía de la Ciudad de México, una ambulancia de la Cruz Roja y peritos forenses. Los vecinos estaban inquietos ante el despliegue de elementos de seguridad y ninguna información se les ofrecía a los curiosos que merodeaban por ahí. El acceso a la calle de la casa del empresario se había restringido.
José León, un hombre a finales de la cuarentena, corpulento, de expresiones duras y ojos grises, hablaba por celular con los policías que ya se encontraban en el lugar del crimen. Al arribar, guardó el celular en uno de los bolsillos de su americana, se bajó del coche y se abrió paso entre el mar de gente. Fue a su encuentro uno de los policías con los que había charlado por teléfono y rápidamente fue informado de los acontecimientos y de los primeros hallazgos. Su intuición le decía que lo que hallaría en la recámara de Camilo Fabra, a donde era conducido, estaría relacionado con los dos casos que investigaba y que eran de gran importancia para la Nación, según dictaba la instrucción que había recibido del mismo presidente en una reunión de seguridad días antes.
A unos pasos de entrar a la habitación, José León reconoció el olor. Era un olor a huevo podrido, a cañería. Ese tufo desagradable era el mismo que había detectado en las escenas del crimen de Pedro Robles y Carlos Toscano semanas antes. Su abuelo, un militar retirado que había visto muchos crímenes espeluznantes, solía decirle que tuviera cuidado, que ese olor indicaba una sola cosa: la presencia del demonio.
Entró a la habitación y constató sus sospechas. El olor a podrido se mezclaba con el hedor a sudor humano. Toda la habitación estaba impregnada de él. En el centro de la pieza amplia y elegante, al pie de la cama, estaba Camilo Fabra. Su cuerpo, al igual que el de Robles y Toscano, estaba desnudo, colocado de rodillas y con la frente apoyada sobre sus manos entrelazadas, como en posición de súplica. Sin duda, había sido obra de los mismos criminales. El charco de sangre ya había sido absorbido por la alfombra de pelo corto.
José León suspiró.
La piel de Camilo Fabra, llena de cardenales, había sido brutalmente lacerada.
—¿Dónde está la esposa? —preguntó y fue conducido, dentro de la misma habitación, al baño.
En el centro del baño, alumbrado por la luz de la mañana que se filtraba por los finos cortinajes, estaba Inés Rubio, envuelta en una frazada, junto a un par de paramédicos. José León se acercó a la mujer.
La belleza de la comentarista deportiva había desaparecido por completo. Temblaba sin control, su discurso era inconexo, casi ininteligible, castañeaba los dientes.
—Fue la empleada doméstica la que llamó a la policía —dijo uno de los ministeriales—. Encontró a la señora así, en shock. No nos ha podido decir si vio a alguien o no. Estamos revisando los videos de las cámaras de seguridad.
José León no dijo nada y salió del baño.
De vuelta en la habitación, el agente León preguntó al médico legista, Harold Letón, un sujeto pequeño y de cabeza amplia que exigía mucho a su cuello para no ladearse, si podía colocar el cuerpo de Camilo boca arriba.
El médico accedió. Los forenses, con muchas dificultades porque el cuerpo estaba ya bastante tieso, extendieron las piernas y los brazos de Camilo Fabra.
Y ahí, en el pecho, parecía no haber ningún signo anormal. Era un pectoral amplio y ejercitado, con sus respectivos vellos bien peinados. José León pidió un guante de látex. Harold Letón arqueó una de sus pobladas cejas ante la solicitud del agente, que no insistió pues sabía que su autoridad no admitía cuestionamientos. Con un movimiento de cabeza, el médico forense le pidió a su asistente que le facilitara un guante. El agente se lo puso. Sus manos eran grandes y nudosas. Daba la impresión de que la cubierta del guante se rompería. Después, José León alargó la mano hacia el muerto. Palpó el pecho de Camilo Fabra ante la mirada atónita del médico y su asistente.
—¿Qué buscas, Pepe? —preguntó Harold Letón ante la sorpresa de todos, y es que el médico había cometido dos incorrecciones: preguntarle al agente qué hacía y llamarlo Pepe.
Mientras palpaba el pecho de Camilo Fabra, pecho en el que habían dormitado cientos de mujeres hermosas, José León recordó lo que siempre le decía su abuelo cada vez que lo veía, que fuerzas malignas estaban detrás de muchos casos de sangre.
José León se quitó el guante de látex y se lo dio al asistente del forense.
—¿Qué fue eso, una exploración de mamas o qué? —insistió Harold Letón un poco molesto por haber sido ignorado anteriormente.
El agente fijó la mirada en Harold Letón. Fue una mirada severa, contundente, casi intimidatoria. El resto de los ahí presentes agachó la cabeza y volvió al trabajo. El médico legista le sostuvo la vista al agente pero había disminuido cinco centímetros su estatura ante la imponente autoridad de José León, quien estaba convencido de una cosa que no podía confesarle a nadie todavía: el demonio había estado en esa habitación horas antes.
—¿Neta lo vas a hacer? —preguntó Ana, estupefacta.
—Si no lo hago, ¿qué me queda? Tienen que enterarse de que son unos pend ...